La Guerra en Mesoamérica
LA GUERRA EN MESOAMÉRICA |
Durante mucho tiempo, con la obvia excepción de los mexicas, las sociedades mesoamericanas fueron vistas como esencialmente pacíficas, en las que la expresión de violencia se limitaba al sacrificio ritual, tamizado necesariamente por su vocación religiosa y su papel como un medio para procurar el bien común. Las investigaciones de las últimas décadas han traído nuevas maneras de entender el papel que desempeñó la guerra –con un considerable cúmulo de datos relacionados con ella– en la integración del área meso-americana y en el desarrollo de sus grandes ciudades. La evidencia sobre la existencia de un clima guerrero a lo largo y ancho de Mesoamérica en los distintos momentos de su historia es amplia y variada: abarca desde las descripciones de los conquistadores españoles, que informan con detalle de las prácticas militares y aun del concepto que de la guerra tenían los pueblos del Posclásico. Para el resto de las épocas y culturas la información es principalmente arqueológica, si bien no debemos de perder de vista los datos procedentes de códices, como los mixtecos, que ilustran diversos aspectos relacionados con la guerra. La existencia de ciudades en lugares de difícil acceso, de elementos claramente destinados a la defensa –como murallas y fosos–, de restos de instrumentos posiblemente utilizados como armas, sumados a un rico conjunto de representaciones de temas bélicos (batallas, guerreros, celebraciones, etc.), son clara muestra de la importancia que lo militar tuvo para las sociedades mesoamericanas. Entre los propósitos de la guerra se encuentra sin duda la captura de víctimas para el sacrificio, y en ese sentido puede ser vista como un componente fundamental en la cosmovisión indígena, al proveer la materia prima necesaria para un ritual vital en la supervivencia del mundo. Sin embargo, no se debe dejar de lado que en cada acción militar iba implícita la idea de imponer la autoridad de un grupo sobre otro y obtener beneficios concretos, como tributos en especie, territorios, mano de obra, etc. Tal vez la consecuencia más atrayente de los nuevos estudios sobre la guerra mesoamericana sea que nos encontramos ante una expresión cultural compleja, con múltiples variantes y propósitos, no siempre acordes con la visión occidental sobre el tema. |
LA GUERRA EN LA ANTIGUA MESOAMÉRICARoss Hassig | ||||||||||
La historia de la guerra en Mesoamérica es larga y compleja. El mosaico varía en el tiempo y según los diferentes tipos de organización política, lo que aumenta su complejidad y la dificultad de comprenderla. Se trata de un fenómeno complejo, variable y en permanente transformación que no puede interpretarse a partir de un monumento, un sitio o una fuente aislados. No hay, ni puede haber, una clave única que nos permita entender la enorme complejidad de la guerra y sus métodos en Mesoamérica. | ||||||||||
El papel de la guerra fue esencial para la conformación de Mesoamérica como área cultural. La convivencia pacífica permitió la difusión de ideas y tecnologías, aunque lentamente. En cambio, la expansión militar aceleró significativamente ese proceso y, además, incrementó el prestigio de los conquistadores. El patrón de difusión e integración cultural de Mesoamérica se relaciona claramente con la historia de sus expansiones militares. La interpretación de las guerras como explicación de intercambios culturales ha variado con el tiempo: hoy en día se concede mayor importancia al estudio de la guerra, pero hace medio siglo se consideraba a la era teotihuacana como una época tranquila y se describía a los mayas como pacíficos súbditos de reyes filósofos. Las explicaciones han cambiado, más por la inclusión de otras perspectivas que en razón de nuevos descubrimientos. En el afán por encontrar nuevas explicaciones a las prácticas guerreras, se ha abusado de la información disponible sobre los grupos mejor documentados, los aztecas sobre todo, adjudicándosela a grupos anteriores. No debemos olvidar que los aztecas –que eran un imperio joven y pujante– vivieron en circunstancias sociales y materiales significativamente distintas de las que tenían las ciudades-Estado o los imperios maduros, que habían dejado de expandirse o estaban en retroceso. No puede asumirse, en el caso de la guerra, una total continuidad cultural. LA PRÁCTICA Y LOS MÉTODOS DE LA GUERRA Sin embargo, tenemos bastante información sobre la guerra a lo largo de toda la historia mesoamericana, lo que nos permite conocer su práctica y condiciones, en tiempos y lugares determinados. Las escenas de batallas de Bonampak, Chiapas, y Cacaxtla, Tlaxcala, son visualmente las más impresionantes, pero el creciente número de glifos descifrados que conmemoran conquistas es lo que más ha modificado las nuevas corrientes de interpretación. Los monumentos de conquista son comunes en Mesomérica, pero no siempre son precisos históricamente. Cuando se proclama una conquista en un solo monumento se tiende a aceptar lo que muestra; sin embargo, cuando hay varias fuentes, las victorias que se registran no siempre son reales. La Piedra de Tízoc, por ejemplo, conmemora conquistas que son rotundamente refutadas por todas las fuentes posteriores a la conquista española. Si bien los monumentos de conquista brindan información importante acerca de la guerra, sus afirmaciones deben mirarse con cautela. En vista de que los monumentos se erigen como proclamaciones de una sola de las partes, rara vez asientan verdades incontrovertibles. Los líderes políticos, tanto los de entonces como los de ahora, rara vez asientan las derrotas o fallas, y los monumentos que erigen ofrecen las versiones oficiales –exclusivas de los presuntos vencedores. Aun cuando consignen hechos verdaderos, siempre soslayan el papel de los guerreros, sobre todo el de los que eran plebeyos. Los eventos consignados en glifos brindan nuevos e importantes conocimientos respecto a la guerra en Mesoamérica antigua; sin embargo, casi siempre son anecdóticos: se refieren a hechos aislados, brotes de violencia o periodos breves de militarismo. Las armas y las fortificaciones ofrecen un panorama más amplio de la guerra mesoamericana; los ejemplos abundan y reflejan la participación masiva, lo cual nos permite ver su desarrollo a través del tiempo. Dicho desarrollo refleja tipos y capacidades militares y, además, circunstancias políticas más generales. No los encontramos antes de que hubiera en Mesoamérica guerra sistemática, que se dio solamente tras el establecimiento de las comunidades. La acumulación de bienes llevaba aparejada la necesidad de defenderlas, lo que permitió el surgimiento de dirigentes poderosos. En efecto, la evidencia de guerra formal más antigua de México, de hace 3 000 años, muestra a los dirigentes asociados con la captura de prisioneros.
Los conflictos pueden pelearse con simples herramientas, que así adquieren un carácter bélico, aunque el primer indicio claro de guerra más compleja es la aparición de armas cuyo único propósito es destruir al enemigo. Un milenio antes de nuestra era, los olmecas ya habían desarrollado mazos, a los que añadían lanzas, parecidas a las jabalinas. Luego vinieron las hondas, hacia 900 a.C., que permitían atacar desde distancias mayores. Pero la aparición de nuevas armas siempre conlleva innovaciones defensivas, y viceversa. Para 400 a.C. ya se usaban grandes escudos rectangulares que acompañados por las lanzas contenían eficazmente el impacto de los mazos y las hondas. La siguiente innovación fue el uso en Teotihuacan de escudos más pequeños, que se usaron en el antebrazo y permitían a los lanceros mayor movilidad. Los lanceros iban acompañados de otros soldados, con escudos rectangulares más grandes, quienes blandían sus átlatl o lanzadardos, lo cual sugiere que eran unidades especializadas que se apoyaban mutuamente, organización que requería de un mayor número de fuerzas. Al hacerse necesaria una defensa contra las armas punzantes, hacia 100 d.C. aparecieron los cascos de algodón acolchado, y para 400 d.C. ya había armaduras completas de algodón. No en todas partes se usó esta armadura, tal vez por su alto costo, y porque en muchos lugares se luchaba aún con lanzas. En el área maya también éstas cambiaron: se aumentó la superficie cortante de las lanzas más pequeñas, insertando navajas, con lo cual se convirtieron en armas que se empuñaban. En la zona maya las armas siempre fueron más variadas que en el Altiplano Central.
Con la decadencia de Teotihuacan de-sapareció su armamento, para resurgir, modificado, entre los toltecas. Éstos, de manera más acorde a su estilo de combate con mayor movilidad, protegían el brazo y el hombro derecho con algodón acolchado, que era una protección más económica y ligera, y lo complementaban con escudos en el antebrazo. Añadieron navajas a sus mazos curvos y los transformaron en una especie de espadas cortas, que usaban junto con los átlatl, mientras avanzaban; más tarde los cambiaron por espadas para el combate cuerpo a cuerpo, lo cual redujo a la mitad el armamento utilizado por los teotihuacanos. Después de los toltecas ya no vemos semejantes armas, tal vez porque desde el norte se introdujeron al Centro de México los arcos, hacia 1100 d.C. Los arcos y flechas aventajaban a las hondas, y pronto aparecieron y dominaron los campos de batalla nuevas armas: anchas espadas de madera y las lanzas parecidas a las alabardas, todas con navajas de obsidiana en ambos bordes. Estas armas, más mortíferas, eran complementadas con escudos y chalecos de algodón acolchado, que protegían el tronco y además permitían gran movilidad. En la historia mesoamericana pueden encontrarse unos cuantos tipos de armas. Los proyectiles siempre fueron importantes, pero conforme se utilizaron armas de mayor alcance, los átlatl, de corto alcance, se usaron para funciones más restringidas y fueron descartadas las jabalinas. Las armas de impacto, como mazos y hachas, se volvieron menos efectivas al aparecer las armaduras y fueron remplazadas por armas de mano más largas y ligeras, cuya función era cortar, más que golpear. Sin embargo, las armas más sofisticadas no fueron adoptadas por todos. Las armaduras de algodón eran muy caras y sólo las empleaban los imperios, que proveían de armas y armaduras a sus combatientes. No se trata de mera generosidad: los equipos uniformes reflejaban un entrenamiento centralizado, un énfasis en el combate mediante unidades y una estructura de mando formal –todo lo cual se reflejó en una milicia mucho más eficiente. Los soldados de las ciudades-Estado, en cambio, eran dueños de sus armas y armaduras, lo cual les hacía más eclécticos; el combate era más individualizado. Las unidades que existían se reunían alrededor de los nobles, de los cuales dependían los plebeyos en su vida cotidiana. Si bien estas unidades guerreaban, coordinar a los jefes nobles de igual condición era un problema y disminuía su eficacia. Los imperios encabezaban las innovaciones militares y dichas innovaciones se extendían con su expansión. Un imperio en expansión muy probablemente armaba a los ejércitos más avanzados de sus tiempos, aunque nunca los igualaran en armas; lo que les daba ventaja era, sobre todo, su superioridad en organización. LAS FORTIFICACIONES Las fortificaciones, presentes a lo largo de toda las guerras organizadas de Mesoamérica, nos ofrecen otro punto de vista. Las fortificaciones permanentes más tempranas surgieron en las Tierras Bajas Mayas entre 800 y 400 a.C. El principio de todas las fortificaciones es aumentar la efectividad de la defensa. Las fuerzas atacantes deben ser, en un caso típico, de tres a cinco veces mayores que las que defienden un sitio fortificado. Es por eso que los asentamientos más pequeños prefieren la defensa, ya que las fortificaciones pueden construirse durante periodos largos y en tiempos de tregua. Aunque las fortificaciones suelen considerarse como la respuesta a una amenaza externa, no se construyen solamente con ese fin. Las fortificaciones más tempranas –muros y modificaciones parciales del terreno– fueron construidas por los zapotecos de Monte Albán, Oaxaca. En principio, no se construyeron para defenderse de los vecinos sino para tener un baluarte desde el cual dominar, y después consolidar, el primer imperio mesoamericano. Este patrón de conquista desde una fortaleza, eficaz para los pequeños imperios, no fue adoptado por los imperios más grandes, para quienes resultaba innecesaria. Teotihuacan no tuvo fortificaciones, pues para detener a sus enemigos dependía de su tamaño. Es más, destruyeron cuanta fortificación encontraron al expandirse, para quitar cualquier obstáculo que pudiera impedir su control. La ausencia de fortificaciones que le daba a la era teotihuacana una naturaleza pacífica refleja, más bien, su férreo dominio. Las fortificaciones que quedaban fuera del dominio de Teotihuacan se sostenían a contracorriente. Muchas de las ciudades no fortificadas hubieran sido vulnerables, de no ser por el poder de Teotihuacan. Cuando el imperio se colapsó, perdiendo su influencia estabilizadora, la guerra y la segmentación dieron lugar a la proliferación de ciudades fortificadas sobre cimas. Lugares más pequeños, como Cacaxtla, Tlaxcala, tal vez construyeron fortificaciones para su defensa. Los más grandes, como Xochicalco, Morelos, siguieron el modelo de Monte Albán y usaron las fortalezas para la ofensiva –para dominar las áreas vecinas. Fuera cual fuese su propósito original, lo cierto es que las fortificaciones se usaban, según el caso, tanto para atacar como para defender. Así pues, las fortificaciones surgieron a diestra y siniestra en Mesoamérica, y no siempre fueron construidas con los mismos propósitos. Como meras estructuras nos dicen poco acerca de la naturaleza de las guerras. Por qué se construyeron –o no– y cómo se utilizaron sólo puede entenderse en contextos políticos más amplios. Sin embargo, esos patrones y prácticas de guerra aclaran poco acerca de sus motivos que, como es de esperarse, fueron diferentes entre los imperios y las ciudades-Estado. Las religiones mesoamericanas podrían dar motivos para la guerra, pero no las convierten en mandato divino. La religión iba de la mano de la política, justificaba la guerra y azuzaba las movilizaciones, pero rara vez las provocaba. MONUMENTOS DE CONQUISTA Los imperios de Mesoamérica fueron en un principio ciudades-Estado, pero sólo llegaron a ser imperios aquellas que aprovecharon sus ventajas –de población, de recursos, de situación geográfica–, aunque no sabemos por qué algunos líderes aprovecharon esas ventajas y otros no. Los imperios luchaban por extenderse; en cambio, casi todas las ciudades-Estado peleaban por razones locales, como mantener sus linderos, defender a sus miembros de invasiones y tal vez promover o legitimizar a su dirigente y a su linaje. Las diferentes finalidades se reflejaban en el lugar y la manera en que se celebraban las conquistas. Los imperios utilizaron la celebración de un triunfo como propaganda hacia el exterior. La victoria era celebrada en el lugar de conquista para declarar su dominio sobre los vencidos y, una vez más, a su retorno. En el caso de los aztecas, al menos, esto sólo ocurría si participaban los tributarios, y la celebración era proporcional al esfuerzo invertido en la conquista. Las ciudades-Estado, que luchaban por asuntos domésticos, celebraban la victoria en su lugar de origen y de manera más sangrienta, ya que el esfuerzo invertido determinaba la naturaleza de la conmemoración. Estas diferencias se reflejan también en los monumentos de conquista. Los de las ciudades-Estado representan a cautivos desnudos, atados, pisoteados; la humillación de los derrotados servía para ensalzar a los dirigentes vencedores. Las incursiones para capturar víctimas para los sacrificios funcionaban, para el caso, como si fueran conquista. Pero como los imperios incorporaban a los pueblos conquistados, no denigraban a los vencidos y mostraban la conquista de manera más abstracta: una lanza que atravesaba un glifo, un templo en llamas, la captura o el sometimiento de un guerrero ataviado y armado.
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